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Las diez y una noches (sin Karpov)

Karpov

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Aprovecho la carencia de jefes para publicar un texto un poco más libre de lo habitual. Empecé a escribir el artículo rodeado por una banda de diminutas ancianas vestidas de naranja. Mañana empieza en Arabia Saudita el primer festival Jeddah International, pero eso puede esperar…

Ya tendremos tiempo de hablar de Candela Francisco, Faustino Oro, Jakub Seeman, Volodar Murzin y otras pequeñas bestezuelas del tablero. Antes de que empiece la fiesta en Jeddah me he permitido el lujo de escribir un texto con las primeras impresiones del viaje a Arabia Saudí. Espero que este artículo os guste, aunque se aleje por completo de la actualidad. Como anticipo de la parte dura de la excursión, en esta fiesta faltará el padrino oficial, Anatoly Karpov, por motivos de salud.  

A veces es difícil no sentir nostalgia falsa, ‘fake’ que diría ahora un joven ‘random’, de cosas que uno ni siquiera ha conocido. Secuelas del cine y los libros. Viajando hacia Oriente en avión se viven experiencias curiosas, nada que un viajero de verdad, de los de hace un siglo o más, no multiplicara por cien. La inmersión suave en otras culturas, tamizada por detalles como la tarjeta de embarque y las azafatas internacionales, permite arañar la superficie de unas realidades que siguen siendo ricas.



Del vuelo de Madrid a Abu Dhabi apenas hay sorpresas que relatar, más allá de la constatación de la superioridad de sus líneas aéreas, sin tanto atentado para el cliente acostumbrado al ‘bajo’ coste occidental. Lo interesante ocurre en la segunda mitad del trayecto, entre Abu Dhabi y Jeddah. Allá por la fila 36, en la parte trasera del avión, estoy rodeado por una banda de diminutas ancianas vestidas de naranja. Son diez o doce. Los jóvenes ajedrecistas españoles que me acompañan se compadecen de mi aislamiento, en absoluto desgraciado.

Peregrinas de Java

Las mujeres hablan bajito pero sin parar, en una lengua que no me aventuro ni a tratar de adivinar. Si mis pesquisas posteriores son certeras, son peregrinas de la isla de Java. En un momento dado, se duermen casi al unísono. Se despiertan con el olor de la comida; aquí existe y es de aceptable calidad.

Como les han puesto la comida cuando estaban dormidas, la azafata decidió que lo suyo era el zumo de naranja, sin duda bajo la sugestión del uniforme. Una de ellas, a la que pronto conoceremos como la robacuchillos, pide a gritos «¡water, wáter’» sin demasiados miramientos, ni por su parte ni de las azafatas, que pasan de largo. También el único azafato. Para mi sorpresa, le niegan las botellas que llevan en la bandeja, aunque luego le traen un vaso con el preciado líquido. Las ancianas celebran su victoria parcial en su única manifestación ruidosa.

Me imagino a mí mismo hace un siglo, no cuadran las fechas, montado en un tren de la India. El exceso de películas me transporta a aquel país, viviendo aventuras de verdad, sin tanto blanco alrededor. Antes de que recojan las bandejas y que yo logre disipar esa imagen, mi vecina de asiento, sin terminar de pedirme permiso, me birla los cubiertos, que son metálicos. Me pregunto qué haré si la azafata me recrimina su ausencia. ¿Me expongo a ser acuchillado por chivato? Entretanto, ella los limpia a hurtadillas (qué bonita palabra) antes de meterlos en una de las numerosas bolsas que acumula bajo sus pies. 

Yo también les robé una foto y me recordé a mí mismo mi superpoder favorito: ser invisible, no para colarme en un vestuario ni para escuchar conversaciones ajenas, que casi nunca me interesan, sino para poder hacer fotos a la gente. Hay fotógrafos callejeros que abordan a cualquiera para pedirles amablemente un posado que muchos parecen conceder, pero nunca tuve el don de la espontaneidad. Como excusa última, esas imágenes casi nunca son auténticas.

Foto robada de mis vecinas de fila en el avión

Coordinadas por alguna fuerza interior, las ancianas se levantan para ir al servicio –es posible que entren todas a la vez– y reparo en la cantidad de bolsas que lleva la robacuchillos bajo su asiento. Hay al menos cuatro bolsas, dos de color naranja, a juego, otra blanca en la que sin duda guarda la cubertería y una más con botellas de agua vacías. Si caemos al mar, aunque el vuelo es interior, seguramente será una de las supervivientes. Me saca de la idea catastrofista un recuerdo doméstico: en casa tenemos que comprar cuchillos, que van desapareciendo de forma misteriosa como calcetines huérfanos. Igual está mujer sabe dónde vivo. O quizá debería seguir su ejemplo…

Desfile de toallas

No quiero que esto se convierta en una suerte de relato racista e ignorante de una realidad ajena al narrador, pero creo en el derecho a la sorpresa siempre que no se pierda el respeto. En todo caso, me resulta menos entrañable otro grupo de pasajeros que desfilan por el pasillo camino del aseo. Son las doce de la noche y los cenicientos van de blanco, como envueltos en dos toallas enormes o tres medianas, es difícil de calcular. Cuando salen, algunos lo hacen medio desnudos, con la panza al aire si el espectador tiene suerte. 

Las ‘butanas’ (¿serán de Bután?, me pregunto de nuevo) tienen otra cosa en común. En la última fase del viaje no paran de revisar las bolsas y su contenido misterioso. Cuando no están dormidas, se inclinan hacia adelante y abren y cierran el precario precinto de cuerda para comprobar que todo sigue en su sitio. Quizá sea una especie de TOC típico de Indonesia. Tan interiorizado tienen el gesto de echarse hacia adelante que a veces se quedan dormidas en esa postura, con la frente apoyada en el respaldo del asiento delantero. ¿Qué soñarán?

Sonja Graf, sustituta de Karpov

Después de comer, se cubren el rostro hasta la nariz. Da la sensación, quizá equivocada, de que lo hacen más para protegerse que para ocultarse. 
No he leído tanto como esperaba, pero ya puedo decir que ‘La mujer que no entendía el mundo’ está bien escrito y quiero terminarlo pronto. El relato de la apasionante vida de Sonja Graf tiene como defecto leve que quizá no disimula tanto como debería la gran labor de documentación realizada por su autor, David Torres.

Desde el aire, camufladas en la noche, las edificaciones de Yeddah parecen sorprendentemente modernas y uniformes. El tránsito de vehículos todavía es intenso, pasadas las dos de la madrugada. Desde un punto de vista urbanístico y de infraestructuras impresiona la planificación y lo luminosa que parece la ciudad. Nada más aterrizar, antes de salir de mi cárcel naranja observo por la ventanilla a los empleados que manejan las maletas con entrenada agresividad. En eso somos iguales.

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