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Uno de los colaboradores de Damas y Reyes se suma a esta serie para contarnos una historia real relacionada con los libros de ajedrez, en concreto con uno que le cambió la vida
Cuando estaba terminando la EGB, mi compañero de pupitre me regaló, por mi cumpleaños, el libro ‘Los niños prodigio del ajedrez’, de Pablo Morán.
Yo era un fanático del juego, pero jamás había leído un libro, no tenía idea de conceptos posicionales o tácticos, y conocía la notación descriptiva porque un amigo de mi hermano me la explicó para que pudiera entender los problemas que publicaban los diarios (problemas que nunca resolvía).

El regalo parecía apropiado para un niño de 13 años, aunque la ilusión de que yo apareciera en una edición posterior se desvaneció muy pronto.
En todo caso, el libro de Morán, sin ser una obra magistral, me cambió la vida. Desde entonces he leído muchos buenos libros (aunque no tantos como otros), pero con Morán aprendí lo que era el desarrollo, la actividad de las piezas, la pareja de alfiles, la seguridad del rey…
Mi compañero de pupitre, mucho menos fanático que yo, me sacudía con regularidad, tirando solo de lo que aprendía con su padre, que era jugador de club (concretamente del club AGU, desaparecido como tantos otros).
Aprendí también que los buenos jugadores abandonan cuando están perdidos (costumbre hoy casi tan desaparecida como el AGU) y conocí a grandes jugadores como Morphy, Reshevsky, Capablanca o Mecking (de Pomar y, sobre todo, de Fischer ya había oído hablar).
También cambió que mi amigo, el compañero de pupitre, nunca me volvió a ganar. Cría cuervos…

Mucho después, en alguno de los festivales de Oviedo en los 90, conocí a Morán. Para entonces, claro, ya sabía que había sido un fuerte jugador en los años cuarenta, que se había inclinado por el periodismo y que tenía una hermosa biografía de los últimos años de Alekhine. Viéndolo en persona supe también que siempre llevaba encima un bolso de mano y una sonrisa, y tuve la impresión de que habría sido más fácil quitarle el bolso que borrarle la sonrisa.
La historia termina mal, o bien: he recomendado y prestado este libro a tantos amigos que querían iniciarse, que en una de estas olvidé a quién se lo había prestado. Pero si lo leyó y a su vez lo compartió, lo doy por bueno.
En la imagen de arriba, José Fernando Blanco, en el Abierto de Semana Santa de San Vicente del Raspeig, en 2025. No consta que su rival fuera un libro prodigio. Foto: FMB / Damas y Reyes